miércoles, 12 de noviembre de 2008


Hay una paradoja que brota
inevitablemente al pronunciar esa frase redentora,
"todo es por algo": no se sabe dónde termina
el auto-consuelo y dónde empieza la convicción
de la existencia de un orden superior, en que cada
acto está justificado para cumplirse la voluntad del
destino. Alguien es, por ejemplo, abandonado por el ser
amado y acaba diciendo,
en su rigor: "Tenía que ser así; todo es por algo".
Se lo cree. Traza un mapa
de causalidades, ordena días, gestos y palabras
como un teorema. Hilvana un marco
lógico, donde la memoria (lo vivido-perdido)
arma y
desarma fórmulas; teje y desteje cadenas de causalidades
fatídicas hasta encontrar un teorema-destino irrefutable,

que justifique el peso vital de un "todo es por algo".
En suma, tener a mano un "todo es por algo"
es saberse dueño de una potente herramienta mágica,
que nos hacen más llevaderos el rigor y
las asperezas inevitables de la vida cotidiana.

De lo dicho se puede deducir que el mero acto
de la creación de postulados ficticios que nos
facilitan la vida, es un acto de suma importancia
para el ser humano, puesto que nos es legado
desde tiempos remotos, con las primeras
manifestaciones de arte.
¿Qué es el arte, si no, el orden desconocido de
una realidad desconocida, creado para los seres
desconocidos que somos?
¿No son la pintura, la literatura, la música
y todas la artes, salvoconductos mágicos que justifica

el corolario más grande que es nuestra existencia?
Jean Paul Sartre dijo que uno nace primero,
y luego se hace. Si decir "todo es por algo",
nos libra de la duda y de largos y crueles
monólogos masoquistas, es por que su
esencia es inmaterial y eterna, como el arte.
Nos hace más libres y nos librará de la angustia
del tiempo mientras que el hombre siga en pie,
reinventándose a sí mismo.

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